
En Marrakech me alojé en uno de ellos, Dar Atajmil, situado en el corazón de la medina a cinco minutos andando de la plaza Jamaa el Fna que se podría traducir por "asamblea de los muertos", que no me digas que no tiene guasa el nombre para una plaza. Para quien no lo sepa esa plaza es el lugar donde pasa todo en esta extraña y particular ciudad que tanto me costó entender, pero que al final me convenció de que valía la pena el viaje.
Pero vamos a lo que vamos. El choque de la llegada a la medina, con su batiburrillo de gente, asnos, porteadores con carretillas, suciedad, paredes desconchadas, etc., te hace estar en un estado de prevención. Mi inexperiencia en el norte de África me hacía preguntarme dónde me había metido. Este estado se acrecentó con la llegada al riad tras dar vueltas y revueltas por el laberinto de calles, callejas, pasajes, túneles y pasadizos que forman el corazón de esta ciudad. En un callejón estrecho al que se llega tras pasar junto a varios edificios derruidos está la puerta del riad. Un portón de madera tan bajo que hasta yo me tenía que agachar para pasar. De nuevo la pregunta... ¿dónde me he metido?

Espera un desayuno estupendo del que disfrutaré cada día durante mi estancia: fruta, panqueques, mermeladas de varios tipos, mantequilla casera, pan recién horneado y té de menta tan dulce que parece que los dientes se le vayan a caer a uno.
Pocos sitios he conocido más acogedores que este riad, con sus habitaciones sin llave, su terraza espléndida donde uno disfrutaba de la primera comida del día, sus cientos de detalles de buen gusto, el personal atento, servicial, amable y preocupado por el bienestar de los clientes. Un lugar agradable en una ciudad en la que me fue difícil aterrizar.

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Fotos Olympus Pen E-PL5, Lumix 20mm f/1.7, tomadas en el riad Dar Atajmil en Marrakech en distintos días.
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